Julio Perotti en “Pandemia: las palabras y los signos de estos tiempos”
06 may 20
Desde Fundéu Argentina lanzamos el ciclo “Pandemia: las palabras y los signos de estos tiempos”, en donde distintos profesionales de la comunicación opinan sobre las palabras que habitan la agenda mediática de estos últimos meses. Hoy es el turno de Julio Perotti, periodista, capacitador y prosecretario de Fopea (Foro de Periodismo Argentino).
Por Julio Perotti
Aunque ya antiquísimos, muchos paradigmas aún estaban vivos antes de que la pandemia invadiera el mundo y, cual gas, se filtrara aun en los rincones más remotos y secretos de nuestras vidas.
Uno de esos modelos se asentaba en la sacralidad de nuestro hogar, un espacio privado en el que nos refugiábamos en brazos de la familia después de rozar cuerpos y almas con muchos otros seres, a los que con suerte podíamos definir como compañeros de trabajo o, quizá con un uso laxo del término, como amigos.
Volvíamos allí donde teníamos reservado un altar para rituales cotidianos tan viejos como la lectura, un poco más recientes como la televisión, o nuevos como la interacción en las redes sociales.
Pero esa intimidad era nuestra. El trabajo quedaba junto al paraguas mojado o el polvo de los zapatos en la alfombra de la puerta.
Es cierto: los teléfonos celulares lejos nos facilitaron la vida, pero digamos todo: también nos mantuvieron más en contacto que nunca con nuestras organizaciones, aun con la opción del botón Off.
Siempre había espacio para disfrutar de la familiaridad de casa (no voy a entrar en aquello de que cada hogar es un mundo; dejémoslo así).
A esta altura, suena a nostalgiosa película de los 50, en un otoñal domingo por la tarde en el canal de aire.
Porque invadidos por el Covid-19 y obligados a encerrarnos para no pasar derecho de un respirador al cementerio, ese sitial relajado de paz se convirtió en una oficina, en una redacción, en un mundo donde las pantuflas convivían con eternas sesiones de comunicación.
Un programa que todos descubrimos ahora y que se llama Zoom se convirtió en nuestra ventana al universo. Ante él, nos vemos sometidos a larguísimos diálogos con gente de nuestro trabajo, pero también con muchos a los que no conocíamos (y que quizá jamás hubiésemos cruzado un saludo o invitado a nuestro asado de fin de semana, claro).
Descubrimos así cómo son los livings, las bibliotecas, las cocinas y, como en un programa de televisión de horario central, el baño de los demás.
Vaya si hace honor a su nombre. Después de todo, con un buen zoom se pueden traer a nuestro frente objetos que están muy distantes. Solo que en este caso, son cientos de rostros, que se nos revelaron (como nosotros ante ellos) con caras ojerosas porque estábamos yendo de la cama al Zoom.
Pero también jugamos a descubrir los tipos de mate que tomaban y, lo mejor, la marca del termo. ¿Industria nacional o el verde ese importado que está de moda y es snob?
O los estantes cubiertos de libros. Che, ¿en serio ese tipo los leyó a todos? No, no lo creo.
O los jarrones con flores. Vamos, que el jarrón no es chino y las flores parecen de plástico.
O la mascota ante la que Piolín hubiese sonreído con un “He visto un lindo gatito”.
O una amante desnuda que se cruza detrás de la cámara indiscreta.
A todo esto, nos olvidamos de qué venía la conversación a la que nos habían convocado.
Ese fondo a nuestras espaldas dice mucho más que la barba acicalada, la camisa planchada y los zapatos más o menos lustrados con los que íbamos a trabajar todos los días.
Descubrimos entonces que “zoomear” se conjuga igual que “chusmear”.