Pablo Colacrai

Pablo Colacrai: “Pero la risa, esta risa, ahora, así, virtualizada, aislada, muteada, no es alegre”

31 ago 20

Pablo Colacrai es escritor y coordinador de talleres de escritura. Publicó los libros de cuentos La noche en plena tarde (2012, Río Ancho Ediciones, Rosario) y Nadie es tan fuerte (2017, Modesto Rimba, CABA). Nadie es tan fuerte fue, en 2018, uno de los cinco finalistas del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Se suma al ciclo “#Signos2020: nuevos tiempos, ¿nuevas palabras?” con las palabras “virtualizar” y “desvirtualizar”.

 

Por Pablo Colacrai

 

Cuando la noticia llega, no sorprende del todo. Se veía venir. Cuarentena: hay que quedarse en casa.

Para mí, que coordino un taller de escritura, quedarme en casa significa, necesariamente, virtualizarme. Al principio dudo, me resisto. Después entiendo que no hay opción. Entonces averiguo, decido y contrato.

A la semana siguiente nos encontramos a la misma hora. Cada uno en su casa, esta vez. Mediados por una pantalla.

Lo primero, inaugurar reglas. Mantener los micrófonos cerrados (pronto aprenderemos el verbo mutear), pedir la palabra, hablar de a uno. Si la conexión falla: reiniciar la computadora o apagar la cámara. Todavía no sabemos elegir fondos. La mayoría tenemos problemas de iluminación y de encuadre, nuestras caras se ven borrosas, oscuras o deformes.

Antes de empezar hacemos cuentas, faltan dos: uno no pudo instalarse el programa; al otro se le rompió el celular.

Hablamos sobre eso. Nos distraemos.

Cuando estamos listos, de repente, uno desaparece. El cuadrado que le correspondía ya no está; el sistema reorganiza los restantes con tal velocidad y eficiencia que nos cuesta reconocer al caído. Llega un whatsapp: se cortó Internet, nos vemos la próxima.

Parece el cuento de los diez indiecitos, pienso, pero no lo digo.

Ahora sí, con los que quedan, arrancamos. Presento al autor del día. Mínimos datos biográficos, un repaso de su obra. Después leo un cuento en voz alta (más temprano se los mandé por mail para que pudieran seguirlo con la vista).

Y entonces, mientras leo, de golpe, mágicamente, nos acercamos. O eso parece: como si nos acercáramos. Dejamos de sentir la distancia, al menos. Convivimos, entiendo, por un rato, en el mundo del cuento.

Pero el cuento termina.

Para que el efecto no se disipe, rápido, sin darles tiempo, pregunto: “¿Qué les pareció?”. Y ellos, ordenados como nunca, desde su parcela de pantalla, adaptándose, piden la palabra, esperan su turno, comentan y escuchan. Dicen lo que les gustó del cuento, lo que no; lo que les hizo sentir.

Así, la reunión avanza.

Hasta que sucede.

No es grave, ni siquiera malo. Todo lo contrario, diría. Porque lo que sucede es un chiste. Casi una genialidad que nos obliga a reír a carcajadas. Pero la risa, esta risa, ahora, así, virtualizada, aislada, muteada, no es alegre. No contagia. Es una mueca torpe. Un gesto exasperado en la cara de los otros, envuelto por el sonido siempre algo estúpido, algo patético, algo siniestro de la risa propia y solitaria. Entonces sí la magia se rompe por completo y otra vez estamos solos, encapsulados y, a pesar de la risa, evidentemente tristes.

Poco a poco las caras se aquietan. Las bocas se cierran.

Debo decir algo.

Y lo hago.

Les propongo, todavía con el absurdo eco de mi risa rebotándome en los oídos, les propongo, medio en broma, medio en serio, que el próximo que vaya a hacer un chiste avise antes, así abrimos los micrófonos. No es lo mismo, pero es lo único que podemos hacer hasta que esto termine y volvamos a reírnos juntos, al unísono, desvirtualizados; con todo el cuerpo.

 

Ver todas