Luis Abrego
22 may 20
Luis Abrego es licenciado en Comunicación Social. Periodista y escritor. Docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (Universidad Nacional de Cuyo de Mendoza). Hoy se suma al ciclo “Pandemia: las palabras y los signos de estos tiempos” con la palabra “barbijo”.
Por Luis Abrego
Durante décadas, el barbijo fue un objeto lejano, esporádico, infrecuente, pero con identidad. Así se lo conocía y se lo llamaba. Hacía juego con las cofias de médicos, enfermeros o dentistas. A lo sumo, solíamos toparnos con él cuando nos sacaban sangre o nos vacunaban.
Los veíamos en los forenses de películas y series; o cuando los malvados en sus laboratorios experimentaban para intentar dominar al mundo. Éramos ingenuos (y miedosos).
Se los asociaba a la práctica médica. A un momento excepcional en la vida. Lo portaba también quien se recuperaba de una operación, un trasplante. “Son inmunodeprimidos”, nos decían como para que les tuviéramos lástima o cuidado, pese a que el riesgo en todo caso era de ellos. Siempre esa desconfianza al distinto.
El barbijo fue por décadas, además y al menos para mí, un instrumento de misterio. ¿Sabrá este tipo lo que tiene que hacer con mi muela? Los ojos serán el espejo del alma, pero no me alcanzan para intuir si se percibe mi temor disimulado o el alcance de mi obra social. Necesito ver gestos de su rictus que ese trapo aséptico me oculta. Su risa o su tensión. No logro acceder si su cara queda medio tapada como un delincuente a punto de robar un banco.
Pero esta pandemia global, que arrasó con casi todo, también reconfiguró hasta el implacable y anestésico rol social del barbijo. Ya no soy tan ingenuo, pero paradójicamente ya no es ese emblema del miedo; aunque por estos días estemos hablando ininterrumpidamente de muertos, de víctimas, de caos. Triste oficio el de los cronistas de este tiempo desolado.
Ahora, fortalecido, cotidiano y aceptado, su uso diario es motivo de confianza, responsabilidad y empatía. Los organismos internacionales y los especialistas lo recomiendan, y los medios hasta generan notas sobre su funcionalidad, demanda o cotización.
Durante este tiempo de cuarentena, incluso registré que tiene algo así como sinónimos, acepciones, sucedáneos del habla: no voy a hablar del desconcertante “barboquejo”, pero sí de los personalmente menos simpáticos “cubrebocas” y “tapabocas”.
Palabras que en otros tiempos hasta hubiéramos usado para denunciar otras calamidades, otros temores, restricciones; pero jamás para cuestionar su sanitario propósito, ni la recién descubierta versatilidad idiomática.
En estos días, el barbijo dejó de alejarnos para acercarnos, al menos tanto como la distancia social permita. Ya no marca diferencias: solo invita a cuidarse. Eso sí, señala y delata a quienes no lo usan. Y hasta se convirtió en accesorio pasible de diseño y moda. Los hay especializados pero también caseros. Los producen las multinacionales pero también las abuelas en los barrios.
El barbijo ahora nos acompaña y define. Su ausencia interpela a los díscolos. Nos iguala y obliga a centrarnos en esas miradas que antes se esquivaban: en la expresión de esos ojos que hablan. Que piden, que dan, que ofrecen, que buscan, que encuentran. A través suyo, también respiramos. Vivimos. Casi nada para este noticiero.
Y lejos de las represivas variantes "tapabocas” y “cubrebocas", el barbijo permite trabajar, salir, movernos, comunicarnos sin mayor riesgo. De contagios, pero también de censuras. Con fluidez, sin fluidos amenazantes.