María Cruz Ciarniello

María Cruz Ciarniello: “Una mateada, a veces, es lo único que se tiene a mano para saciar el hambre”

15 jul 20

María Cruz Ciarniello es periodista y licenciada en Comunicación Social (UNR). Trabaja como redactora y editora responsable del medio digital y autogestivo Boletín Enredando de la Asociación Civil Nodo Tau de Rosario. Además integra el Departamento de Prensa y Comunicación de la Asociación Médica de Rosario. Hoy se suma al ciclo: “#Signos2020: nuevos tiempos, ¿nuevas palabras?”, con la palabra “matear”.

 

Por María Cruz Ciarniello

  

―¿Y si tomamos unos matecitos?

 

La pregunta se reitera y la respuesta también:

 

―No ma, ya te dije que por ahora no podemos.

 

Desde el día 20 de marzo dejamos de matear con mi mamá. Tiene 74 años y múltiples enfermedades que la transforman automáticamente en una paciente de riesgo. Afuera de su casa, de la que casi no sale, hay un virus llamado COVID-19 que nos obliga, desde hace más de 100 días, a establecer una distancia de por lo menos un metro y medio, a usar tapabocas o barbijos, a lavarnos las manos con frecuencia y desinfectarnos con alcohol en gel, a registrar un posible síntoma, a generar permisos para circular, a sentir olores o sabores para intentar despejar la duda, a teletrabajar y, después de todo, a distinguir lo esencial de aquello que no lo es tanto.

 

Caso índice, hisopado, contacto estrecho, circulación comunitaria, transmisión por conglomerado son algunos de los términos más nombrados, y más escuchados, de esta nueva “covidianeidad” que nos habita, que habitamos. Que lentamente empezamos a “abrazar” tal vez con el único propósito de hacer de este mundo pandémico un lugar un poco más cálido. Es que todos los días contamos muertos por COVID-19 y la crueldad también se nos hizo piel.  

 

La fase 5 genera esperanzas aun en el hastío: la “nueva normalidad” se parece un poco a la anterior cotidianeidad en la que podíamos matear en ronda o de a dos, como a veces lo solíamos hacer con mi mamá. Alguna tarde en la semana o alguna mañana de domingo, ella me esperaba en su sillón mientras yo calentaba el agua. Y así le cebaba un mate y mi mamá viajaba escuchando música, o compartíamos algún diálogo intrascendente que tan bien nos hacía. Pero llegó el invierno; los días cortos, las noches sin almas, y una pandemia que trastocó nuestras vidas.

 

Una foto circula por las redes: en un geriátrico de San Pablo, los abrazos se realizan a través de una cortina de plástico para evitar el contacto. Las miradas también mutaron: algo de la desconfianza nos atraviesa y la calle dejó de ser el lugar de los encuentros al aire libre para transformarse en un escenario cada vez más hostil. La pandemia profundizó la desigualdad, la falta de empatía, pero también la solidaridad en aquellos territorios donde no hay techo para “quedarse en casa” o donde una mateada a veces es lo único que se tiene a mano para saciar el hambre o calmar el frío.

 

Hay días en que tanta dosis de realidad abruma y busco, o buscamos, palabras para definir o comprender el sinsentido como un mecanismo de defensa personal y colectivo. Y hay días en que solo prefiero escuchar música y conectar con algo vinculado a la belleza como lo hace mi mamá cuando olvida la existencia del virus y me invita a matear. Es que para ella ese es uno de los pocos instantes capaces de neutralizar el dolor y el extrañamiento de los mimos. Y entonces, con un mate imaginario jugamos a retroceder en el tiempo, y los pensamientos catastróficos que algunos días tiene ella y otros días tengo yo desaparecen. Porque, como dice Clarice Lispector, “lo único que estropea la felicidad es el miedo”.

 

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