Lila Siegrist
27 jul 20
Lila Siegrist es artista visual, editora y productora cultural. Actualmente es asesora experta en Análisis de Gestión Cultural en la Jefatura de Gabinete de Ministros, Presidencia de la Nación. Fue subsecretaria de Industrias Culturales y Creativas en la Municipalidad de Rosario y directora provincial de Comunicación Estratégica de Santa Fe. Fue codirectora del sello Yo soy Gilda y del proyecto Anuario. Registro de acciones artísticas, Rosario (2011-2014). Publicó Vikinga criolla, Tracción a sangre y Destrucción total. Su obra visual integra colecciones públicas y privadas en el país y el extranjero. Coeditó Bitácora. Colabora con la Revista REA.
Por Lila Siegrist
Me atrevo a reflexionar sobre la party virtual pero también sobre las dinámicas que estas nuevas fiestas detentan. Se sabe que, a lo largo de la historia, han existido múltiples modos de reunirse para festejar de manera pagana o íntima, en comunión, en romerías y con extensiones supracomunales. Se han organizado ritos y banquetes extáticos, báquicos y abstemios. Podemos consultar a Platón, o el Manual de Anfitriones y Guía de Golosos que Grimod de La Reynière publicó en los albores de la revolución francesa y, por supuesto, a Sade. En esta diversidad de reuniones festivas, cada una con un motivo que las origina y un fuego que las sostiene, se comparten manjares, se bebe y se baila. Los intercambios de fluidos conducen al éxtasis del cierre de cualquier fiesta, como objetivo principal. El cuerpo a cuerpo se manifiesta en plena destreza, en la serendipia de la exploración mancomunada.
Con las parties virtuales —debo confesar que he participado de pocas— se han habilitado festejos en los que no hay fricción de pieles, ni bocados compartidos, ni tragos multisalivados, ni amor de la piel con otro en fuerza de roce. Amanece así el tiempo de noveles convites, y el clima epocal propone prácticas inéditas.
Hay recursos plásticos que producen baile y goce, traducidos por una pantalla cuyo rol es homologable al de la chispa, el fuego, el hogar, la reunión y de vuelta al fulgor de ¡la luz! Las fiestas virtuales requieren de luz, luego aparece la cámara, consecutivo el sonido y, más tarde, el movimiento. Y la luz sintética, su destello de mezcla aditiva, es el foco en el que se trafican datos multilenguaje. Se crean sets para la pantalla, y la pantalla puede volverse una hoja en la que se despliega un texto enorme de significancia efectiva y tecnológica.
Se define un nuevo lenguaje, en el que se activan los colores y el universo escénico circunscripto al mashup y a la retícula de multipantallas en conversación gestual, amorosa y sensible. Estas fiestas, tan populares en el contexto pandémico, se vuelven acéticas y púdicas, sin sudor y sin olores extraños. Se anulan, así, las fisiologías de los efluvios. Requieren de una puesta en escena plana cargada de brillos, sombreros, pelucas, maquillaje de camarín.
Se concentran, con economía espacial, el bar, la previa, la noche, la discoteca, el hoteo. Y oscilan de manera homóloga tanto en la intimidad como en el espacio público, conformando un peep show en plena vigencia. Permiten cierta democratización de la participación. En caso de padecer borrachera, se tiene la cama cerca para recuperarse bien de la resaca.
El resplandor es el eje y el estímulo de la reunión, solo falta garantizar que la conectividad nos bañe a todos por igual. Los códigos de convivencia se preacuerdan y sostienen. Se exigen reglas de participación y proyección, sororidad, respeto por la distancia; el voyerismo es acordado con consentimiento previo de todos.
Quienes gestionan estas fiestas afirman que tienen un potencial enorme porque las audiencias se desmadran infinitamente y se vuelven transnacionales, globales, se amplifica y expanden los sentidos. Me pregunto si en esta contingencia empírica podremos generar un paréntesis analítico eidético para volvernos rigurosos ante ciertos fenómenos inéditos.