Sonia Tessa
07 ago 20
Sonia Tessa es periodista y licenciada en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Rosario. Es secretaria de redacción de Rosario 12, escribe en Las 12 y participa con una columna de género en Radio Nacional Rosario. Es feminista, antes que periodista. Se suma a “#Signos2020: nuevos tiempos, ¿nuevas palabras?” con la expresión “quedate en casa”.
Por Sonia Tessa
Lo soñé durante dos años, mi máximo anhelo hasta el 20 de marzo de 2020 era tener más tiempo para estar en mi casa. Quería leer, mirar películas, simplemente tirarme al sillón sin hacer nada. Casi no conocía el balcón, las plantas se ponían mustias. “Se derraman más lágrimas por las plegarias no atendidas que por las atendidas”, dice una frase de Santa Teresa de Jesús que conocí únicamente porque Truman Capote la usó de epígrafe para su novela inconclusa “Plegarias atendidas”.
“Quedate en casa” me sonó como una oferta amorosa. Era lo que tanto había soñado. Aunque fuera una trabajadora esencial –y nunca llegue a explicarme por qué lo éramos quienes trabajábamos en medios de comunicación, sin ningún tipo de distinción— podía cumplir mis tareas desde casa. No imaginé que quedarme adentro, siempre en el mismo espacio, se podría convertir en un círculo de trabajo continuo, enloquecedor. Tantos años de feminismo parecían no haberme advertido sobre los peligros del confinamiento.
Horas frente a la computadora, notas por cerrar, llamadas telefónicas y mensajes de WhatsApp a cualquier hora. Mi amada casa se había convertido también en la sede de todo lo que anhelaba alejar por un tiempo. Lo bueno era que hacía calor, el otoño se parecía a una primavera extendida, me amigué con el balcón y la santa Rita dio flores como nunca.
Las clases de gimnasia que enviaron desde el estudio de Gabi Morales convirtieron al piso de granito delante de mi biblioteca en espacio de los saludos al sol y los bailes que durante 45 minutos por día me conectaban con la felicidad de moverse. El sol por el vidrio de mi balcón entibiaba la tediosa uniformidad de esos días.
Lo conecté con el cuidado: estar en casa era cuidar a las personas que quiero. No salir era evitar encontrarme con el virus que yo podía diseminar.
¿Cómo ignorar a quienes no tienen casa para quedarse? ¿Y a muchas personas más que viven en sitios donde permanecer es casi una tortura? ¿Cómo olvidar que un lugar confortable para vivir, ese derecho, es casi un privilegio en estos tiempos?
Ni siquiera esa conciencia empañó el placer de quedarme en casa. Sin ordenar, sin pintar, sin limpiezas profundas. Sin hacer pan.
“El problema va a ser salir”, decía en las primeras fases del aislamiento social preventivo y obligatorio, como una broma. Ya estábamos en distanciamiento, el domingo 5 de julio, cuando Jorge Drexler hizo un recital por streaming y me preparé como cada vez que fui a verlo a un teatro. Extraño esos rituales, por supuesto. No es lo mismo, pero ahí está, el mundo (parece) disponible con una buena conexión. ¿Y los besos, los abrazos? Ya volverán.
Ahora que la fase 5 habilitó al gimnasio a abrir con estricto protocolo, ahora que salgo a caminar por puro placer, ahora que la vida empieza a recuperar sus rituales externos, sigo deseando quedarme en casa, porque es el lugar donde habito también lo que traigo de afuera.